En 1956 Luis Romero, mi padre, publica su primera novela corta escrita en catalán, La finestra (Albertí editor), poco después de haber publicado Los otros. En 1959 aparece un segundo título en la misma editorial, El carrer. Algo después, un tercero, Tancat amb pany i clau, sufre un serio percance, lo cual trunca su creación en catalán y relega el manuscrito a un cajón. Mucho más adelante, en 1991, el autor lo recupera, lo transforma y lo convierte en Castell de cartes, que gana el premio Ramon Llull.
La literatura en catalán de Lluís Romero (como firma sus obras en esta lengua) es una pequeña y muy apreciable rareza. En primer lugar por el idioma. Su nacimiento (1916) en una familia recién llegada de Madrid y la educación de aquella época hacen que el catalán no sea su lengua materna; lo aprende a salto de mata, de oído, aquí y allá, especialmente en unos veranos infantiles de los que hablaré luego y sobre todo gracias al contacto con la gente, de todo tipo y condición. Buen oído, habría que añadir… Por otra parte, en 1956 publicar en catalán es una aventura, un desafío, un acto de rebeldía casi y, sin duda, una apuesta comercial arriesgada, por decirlo suavemente: un mercado mucho más limitado y un entorno político-cultural que en nada favorece la difusión. Según me consta, de La finestra se imprimieron 2300 ejemplares, lo cual no es desdeñable, pero de sus novelas anteriores (Carta de ayer, Las viejas voces y no digamos ya La noria, premio Nadal) las cifras habían sido muy superiores. Finalmente, en aquellos años, mi padre ya se había labrado un prestigio en las letras españolas, que desde una perspectiva puramente mercantil tal vez le hubiera interesado cultivar en exclusiva.
¿Por qué mi padre se decide a publicar en catalán? Desde luego, no para congraciarse con los núcleos literarios y culturales catalanistas, pues él no era de congraciarse con nadie. Y desde luego que no se congració en absoluto. Tal vez por amor a un país y a una cultura. O tal vez por una lengua tratada injustamente: si había algo que mi padre no soportaba era la injusticia. He encontrado entre sus papeles algunos manifiestos que firmó en defensa de la lengua catalana, pero qué mejor manera de defender una lengua que escribiendo y publicando en ella, aún a costa de asumir los riesgos correspondientes.
Pero la literatura en catalán de Lluís Romero no es solo una curiosidad idiomática: también es una rareza por el planteamiento literario, lo cual a su vez puede explicar la elección de la lengua. Me explico: la literatura en catalán de mi padre tiene personalidad propia por el tono, el estilo y el contenido. Estas tres novelas se apoyan sobre tramas sencillas que casi quedan desdibujadas, y sirven simplemente como hilo conductor de una mirada muy introspectiva que se expone mediante un monólogo interior, técnica que mi padre domina. El resultado son obras intimistas, muy humanas y personales, con un protagonista único (y un riquísimo elenco de personajes secundarios), basadas en la evocación y por ello levemente nostálgicas: todo ello muy alejado de sus otras novelas, especialmente La noria y Los otros, mucho más corales y de corte social. ¿Cambia pues de lengua para facilitar el cambio de registro literario? Jamás hablé con él sobre esto; tantas cosas que debí hablar con él y no hablé… Pero a lo mejor, y no creo que lo que voy a decir sea disparatado, lo que sucede en realidad es que al cambiar de registro literario le sale de dentro de manera natural hacerlo en catalán, ese catalán que aprendió aquí y allá. Repasando su historia, me doy cuenta de que mi padre se impregnó de su catalán empírico en tres lugares donde fue feliz, en su infancia, en su juventud y en su primera madurez, con esa felicidad íntegra e inapelable que tan pocas veces se nos da alcanzar. Cada una de las tres obras mencionadas se inscribe en tres geografías asociadas a cada uno de esos momentos o épocas, muy identificables: Tancat amb pany i clau–Castell de cartes sucede en un lugar que es (sin serlo) Castellbisbal, donde pasó unos veranos de plenitud durante su infancia y convivió de manera muy próxima con la gente del campo; La finestra desgrana recuerdos que tienen como marco un lugar que es (sin serlo) el barrio de su infancia y, sobre todo, juventud, la calle Ribera, junto a Santa María del Mar; El carrer nos lleva a un lugar que es (sin serlo), Cadaqués, donde vivió, con mi madre, algunos de los mejores años de su vida. Los tres puntos cardinales de sus recuerdos más completamente felices. En ningún caso obras autobiográficas, en ningún caso toponimias u onomásticas que se correspondan con la realidad, de la que toma elementos prestados, sobre todo humanos, que se mezclan sin solución de continuidad con otros que crea para construir una ficción de impecable realismo.
Por los buenos oficios de ediciones Brau, este año (2019) volverá a ver la luz El carrer. Esta novela corta está narrada en primera persona por un anciano, cerca ya el final de sus días, que, primero veraneante, un día quedó anclado en un pueblecito de la costa y se incorporó a la vida de sus gentes; o tal vez incorporó la vida de sus gentes a la suya propia. Por cierto: es impresionante la manera en que el autor se mete en la piel del anciano; al releerlo me parecía escuchar a mi padre en sus últimas épocas. Pero escribió el libro en 1959, a los 43 años. Por otra parte, ese pueblo no es Cadaqués, explícitamente, pero el aroma a Cadaqués surge, inequívoco, de cada una de sus páginas. Y El carrer (Carrer de la Creu en el libro) no es el Carrer Nou, en el que mi padre pasó largas temporadas entre 1952 y 1989 (luego cambió de casa y de calle); pero la fuerte personalidad de Cadaqués, de un Cadaqués pretérito, late en cada paso que damos acompañando al narrador-protagonista por esa calle. Por cierto: la única identificación objetiva entre el pueblo en que transcurre la novela y Cadaqués es un pequeño guiño lingüístico, yo diría que introducido deliberadamente. Como se decía (antes, ahora no sé) en los libros de matemáticas: dejamos como ejercicio para el lector la tarea de descubrirlo. Por cierto, esa frase me daba mucha rabia. Ustedes perdonen.
Igual que los tres mosqueteros, que eran cuatro, los puntos cardinales son también cuatro, así que en este inventario falta uno, que existe y me había reservado para el final. Infancia, juventud, primera madurez… El cuarto punto cardinal en la geografía de felicidad de mi padre (y, por supuesto, de mi madre a partir del tercero), que corresponde a la segunda madurez, tiene su centro de gravedad en la pequeña casa que se construyeron hacia 1970 cerca de Víllech (Cerdaña), en la que pasaron muchos y muy gozosos días frente a la soledad imponente del Cadí. Había ahí, en ese magnífico entorno natural, pero sobre todo y una vez más, en las gentes de los pueblos y masías vecinos, una materia prima inmejorable para una cuarta novela, necesariamente evocadora, intimista y en catalán. Esa novela no se escribió, pero tengo el manuscrito de un cuento inacabado que hubiera podido ser su semilla, su embrión; su existencia tal vez me dé la razón en mis especulaciones.
Eso sí, echo de menos esa novela que ya nunca se escribirá.